Zenón ayudaba a su padre a pescar. El padre arrojaba el anzuelo en una
profunda poza del río y extendía el cordel por
sobre las bajas ramas de los árboles hasta la puerta
de su choza, con una pequeña lata confeccionada como timbre
o campanita, al extremo.
El tintineo de esta lata anunciaba la caída de un pez. De cualquier
sitio de la chacra era oído aquel tintineo. A veces a media noche sonaba la
alarma, y Zenón era el primero en escuchar el aviso y despertaba a su padre. No
había cosa que más gustara en el mundo a Zenón que esa pesca emocionante.
Un día sus padres se fueron al pueblo a hacer compras, recomendando a
Zenón que no se moviera de la choza. Pero el muchacho, tan luego como sus padres
desaparecieron del alcance de su vista deseo pescar en el río con su
pequeño anzuelo de caña. Y después de sacar lombrices para carnada, cavando con
su machete en la tierra húmeda de la chacra, se
marchó caña al hombro río arriba en busca de un sitio apropiado.
Encontró una amplia y limpia playa,
con agua empozada. Cortó una ramita para ensartar en ella, por las agallas, los
peces que cogía. Zenón estaba pesca que pesca en la soledad quemante del sol,
ningún tiro era perdido, tanto que ya tenía casi cubierta de peces de toda
clase y tamaño la ramita de más de un metro de longitud.
De pronto el muchacho se fijó en unos montoncitos de arena y hojarasca que se levantaban en la playa no muy lejos de él.
“Huevos de caimanes” se dijo; y siguió pescando, sin hacer caso el fuerte sol
de media mañana ni de las mariposas que se posaban en sus desnuda cabeza de
pelo lacio, ni de los tábanos que le picaban en los pies
descalzos y en las manos… pero esos montoncitos de hojas y arena que encerraban
huevos de caimanes, le fascinaban; había oído contar que los
huevos de caimán sonaban como campanillas al ser
tocados, y que ante este sonido aparecían furiosos los caimanes, sobre todo las
hembras. ¿Sería cierto? Sin embargo, ¿Dónde estaban los caimanes? No los veía
por el río, solo había visto pasar por la orilla una boa.
Los caimanes estarían cerca indudablemente,
andando en el bosque o descansando bajo los
árboles. “No, no, de ninguna manera tocaría el esos peligrosos montoncitos… ¡Si hubiera traído
la carabina!” Ya tenía una gran
sarta de pescado. Ya era hora de volver… enroscó el sedal en la caña, sumergió
dos veces la sarta en el agua… y se iba… pero esos montoncitos de hojas y
arena, ¡bah!, ¿por qué no hacer la prueba? Después correría, correría, ¿acaso no
sabía correr? Los caimanes no lo alcanzarían… y el atrevido Zenón
toco con la punta de su caña, no solo un
montoncito, si no tres, de modo que se produjo un simultáneo campanilleo… y
muchos caimanes, los ojos chispeantes y con tremendo ruido, se vinieron contra
él del bosque, de aguas arriba, de la otra ribera… Zenón, felizmente, trepó como un mono a un árbol de la
orilla, los caimanes, rabiosos como ojos
encendidos, gruñendo y topeteándose se acercaron al árbol.
Zenón, estaba rodeado por las fieras, y estas no le mostraban intensión
de retirarse. El muchacho sin embargo, no perdió el ánimo.
Desde la rama del árbol agachándose provocaba a los caimanes con su caña… hasta
que se acordó que esos animales tenían pánico al rugido del tigre. Poniéndose
las manos juntas y ahuecadas sobre la boca, imito el rugido del tigre, tan
perfecto que los caimanes se hicieron humo, se retiraron, desaparecieron en las
aguas… El vivaracho Zenón, sonriendo, bajo del árbol y con su sarta de peces en la
espalda regresó a su casa.
Necesario es saber que los caimanes tienen pánico al tigre porque les
come la cola… Si un caimán está en la orilla de un río o de un lago y oye rugir
al tigre, desaparece velozmente en las aguas; pero si se halla en el bosque se
paraliza de terror y el tigre le come la cola a dentelladas, únicamente la
cola, sin que el caimán diga esta boca es mía. Pero si un tigre pasa
silenciosamente por un río lleno de caimanes estos lo destrozan en menos tiempo
en que pica un zancudo, por eso el muy ladino, antes de atravesar un río, ruge
en la orilla.
Cuento de: Francisco Izquierdo Ríos
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